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Lawrence Ferlinghetti, el último Beat, cumplió cien años

Los Beats supieron ser subversivos cuando las costumbres, las estéticas y la propia política necesitaban de esa subversión. Quisieron ser moralmente incorrectos cuando la moral de la postguerra era un obstáculo para su rabioso deseo de libertad individual hasta las últimas consecuencias. Les gustó pregonar la marginalidad porque habían visto que los neones de la sociedad de consumo escondían el olor nauseabundo del dinero, del poder y que la democracia necesitaba de nuevos horizontes. Amaron, sin embargo, los neones de la ciudad, las carreteras y los grandes espacios de América porque en ellos estaba su topografía sentimental, el sistema circulatorio de su utopía. Al final fueron los nuevos juglares que profetizaron no solo la pérdida del optimismo americano, sino su propia autodestrucción.

El 24 de marzo, Lawrence Ferlinghetti cumplió 100 años. En San Francisco se ha declarado el Día Lawrence Ferlinghetti. No es una atracción turística, es la grandeza de un mito. Los mitos o mueren jóvenes o se hacen eternos echándose décadas a la espalda. Ferlinghetti ha optado por esto último. Por eso, tal vez, no tiene solo una biografía, sino una constelación de biografías, legales e ilegales. Ha profesado el optimismo tanto como el desencanto, el sentido comunitario y la apología de lo individual, ha sido un huérfano desde que murió su padre y su madre se precipitó por el abismo de las crisis nerviosas y, sin embargo, supo conectar con los nuevos aires de la juventud de América en los años 50 y 60 y, desde luego, ser uno de sus guías en aquella nueva sensibilidad.

Nueva juventud

En su biografía legal podemos decir que no faltan títulos universitarios, como un doctorado en La Sorbona, o su participación en la Segunda Guerra Mundial donde formaría parte de las tropas en el desembarco aliado en Normandía.

Las marcas de la guerra le hicieron construirse, sin embargo, una biografía contestataria, una repulsa a todo lo que supusiera un sistema, un orden, una moral. Descubrió entonces que la poesía era la voz de una nueva juglaría, la de la épica de los orillados por la historia, de los marginados en las sociedades del capital. Anidó en la atalaya de San Francisco para convertirse en un mito de la nueva juventud a través de una pequeña librería de libros de segunda mano y de tapa blanda, la City Lights, pero cuando dio el salto y fundó con el mismo nombre la mítica editorial, toda la maquinaria beat se puso en marcha y conquistaron el mundo. A golpe de polémica, de escándalo y de recital limpiaron la escena poética norteamericana de señores con traje y corbata, poesía aseada y versos convencionales. Lo suyo era el furor y la sinrazón, la obscenidad, la pornografía, la oposición política, la marginalidad social, la marihuana y el alcohol.

Todo empieza cuando “Aullido”, de Allan Ginsberg, es denunciado en 1956 precisamente por inmoralidad. La pequeña City Lights deja de ser una editorial en los márgenes y ellos unos bardos que escribían desde la periferia. El juicio los une y les da una publicidad con la que nunca habían soñado. Ellos, los cansados, los abatidos, los pasotas, los que estaban todo el día por ahí vagabundeando, eran también W. Burroughs, J. Kerouac o G. Corso y pasaron a ser los guías estéticos y éticos de esa juventud norteamericana que buscaba quitarse el polvo de la moral de sus padres y fundar una nueva moral.

Estados de conciencia

Ferlinghetti hace suya esa otra acepción de beat que tanto les gustaba: la de ser gente que se abría a nuevos estados de conciencia. Su poesía siempre describe una apertura, un intento de comunicación con lo que llamamos otredad. Cotidiana, alucinada, con imágenes poderosas, nunca deja de reflejar ese interés por el compromiso social, las irrealidades que pueblan la realidad, el desbordamiento sentimental y esa nueva religión con la que se ve el mundo cuando es contemplado desde el estupor y la maravilla.

Texto: Diego Doncel para ABC.